lunes, marzo 05, 2007

La hora del almuerzo, por Vero Bonafina

La hora del almuerzo

Parece que en la City porteña ya no se acostumbra dedicarle más de veinte minutos a la segunda comida del día, y digo segunda comida del día porque si es como dicen, no me atrevo a llamarle almuerzo. Ni hombres de traje, ni jóvenes con corte despreocupado, ni el diariero, ni el taxista, ni el farmacéutico, ni el que puede ni el que quiere: nadie en la City porteña se permite pasar más de media hora frente a un plato de comida.

Dicen que estos cambios se fueron dando a la par de la tecnificación y especialización del trabajo. Se comenta, por ejemplo, que las secretarias fueron las precursoras del consumo de tartas y del yogur light (con o sin cereales), que a los cadetes primerizos los excita el pancho con guarnición (por lo general, papas pai adheridas con mayonesa o ketchup o mostaza); o que incluso, más de una vez se ha visto algún gerente excedido de peso, y de harinas, claro está, devorarse una ensalada de frutas en menos tiempo del que le llevó al joven de corte despreocupado tomarse un actimel.

Sin embargo, si hay alguien en la City porteña que supo cómo librarse de la desdicha de un almuerzo atolondrado y poco saludable, es el encargado de edificio. Mal llamado portero, el encargado de edificio es uno de los pocos que no duda en bajar la persiana, incluso antes de que le sea permitido. La hora del almuerzo de Miguel Ángel, encargado de edificio de la calle lavalle, empieza por la deliberación acerca del almuerzo mismo. Cuando la pregunta “¿Qué voy a comer hoy?” se entromete ya sin disimulo en la lectura de alguna revista semanal o en la lamparita que debe invariablemente cambiar, Miguel Ángel mira el reloj. La hora del almuerzo de Miguel Ángel siempre empieza antes del horario de descanso.

Hoy, como la mayoría de las veces, lo sorprendieron haciendo el recuento de los ingredientes que hacían falta para preparar el plato del día: milanesas con ensalada de lechuga y tomate. “Miguel Angel”, le dijo la del 3ro C, “porqué no deja eso para otro momento y se va hasta el vivero a buscar las plantas”. La variedad que ofrece el supermercado lo confunde; una buena lista, en cambio, le ahorra la indecisión y el bolsillo. El menú del día dictó media docena de huevos, medio kilo de pan rallado, un kilo del corte de oferta, una linda lechuga y un par de tomates. Al entrar en el ascensor, se dio cuenta de que se había olvidado de comprar limones. Pensó en volver pero para ese entonces ya estaba en el último piso (porque los encargados siempre viven en algún departamento perdido del último piso).

Ya en su casa, despejó la mesada de la cocina y batió tres huevos a mano pensando que algunos pícaros agregan un chorrito de leche cuando están caros. Después eligió un condimento apropiado para saborizar la carne y lo mezcló con el huevo. Sabiendo que rara vez tiene albahaca fresca, desdeñó aquellos que prefieren el perejil: “digan lo que digan, en mi cocina nunca falta el orégano”. Siguió batiendo. Más por torpeza que por distracción, siempre se olvida de salar la carne. Ante la duda, saló un poco el huevo y volvió a batir. El rebozado es todo un debate. Hay quienes gustan del rebozado doble: antes de pasar la carne por el pan rallado, le dan una pasadita por huevo y una vez bien adherido el pan a la carne, otra pasada por huevo y por pan rallado. Otros, por economizar, prefieren el rebozado simple. Miguel Ángel elige el rebozado complejo: una primera pasada por pan rallado, una pasada por huevo y finalmente una segunda pasada por pan rallado.

Mientras las milanesas se freían, preparó la ensalada. El corte de las verduras es otra discusión. Hay quienes cortan la lechuga en trozos grandes y el tomate en rodajas; a Miguel Ángel le gusta el tomate en cubitos y la lechuga en tiritas finitas. “Aceite de maíz y sal alcanzan y sobran para condimentar una ensalada”- se decía con absoluta seguridad.

Al cruzar el pasillo que une la cocina con el living-comedor, ensaladera y plato limpio en mano, le pareció que no valía la pena almorzar allí. Miró la mesa llena de herramientas y restos de cable pelado y volvió a cruzar el pasillo. Al llegar a la cocina vio que la mesa estaba sucia, pegoteada con la mezcla del pan rallado y el huevo que habían rebalsado del plato. “Esto de siempre poner la mesa lo heredé de la familia de un amigo. La mesa completa. El mantel, el vaso, algo para tomar. Si hay pan, en la panera. Si no, no es almuerzo”- pensó Miguel Angel mientras escurría el trapo de rejilla. Dispuesto ya a sentarse a almorzar, recordó que a las cuatro de la tarde deberían llegar las platas que había encargado en el vivero: “Dios quiera que no demoren el pedido; las viejas 3º por una cosa u otra siempre me hacen quedar mal con el administrador”. Sirvió la comida, probó la milanesa y comprobó que le faltaba un poco de sal. Prometió no volver a olvidarse de salar la carne y, aunque lo enojaba, además, haberse olvidado de comprar limones, pensó en la suerte de tener un trabajo como el suyo, de pasar más de media hora frente al plato y así de poder llamar a la segunda comida del día “La hora del almuerzo”.