sábado, marzo 22, 2008

Editorial correspondiente al número 17

¿De qué hablamos cuando pronunciamos el término cultura?, ¿por qué todas las personas decentes creen que algo es bueno, o mejor que su original, cuando se le agrega el término cultura? Pareciera que el Leiv motiv es que todo lo que ostente cierto hálito cultural es bueno y no puede ser criticado, como si fuera frágil o lo que es peor, como si estuviera dirigido a seres sin capacidad crítica.

El discurso políticamente correcto dicta que todo producto cultural es bueno, no por sus méritos intrínsecos sino por su catalogación. Nos interpela para que asumamos una posición tibia donde todo es relativo y nadie puede juzgar un producto de menor elaboración que otro, se nos está vedado en nombre de lo pacatamente bien visto criticarlo. Por supuesto que, ante la mirada del otro, todo es relativo. Pero sería necio ignorar que existen posiciones específicas desde las cuales se pueden realizar críticas bajo el intento de mejorar ciertas formas poco elaboradas, por utilizar un eufemismo. Desconocer esta realidad sería pensar que todos los productos culturales son iguales, lo cual ante la mirada más nublada se torna insostenible.

Las propuestas que invitan a la reflexión, que son fruto del esfuerzo intelectual, no le temen a la crítica; la esperan ansiosa como un boxeador sangrando ávido por desafiar sus fuerzas. Los textos son escritos, los cuadros pintados y los collages mutilados con el fin de interpelar a quien los observa, cachetear su cerebro adormecido e incitarlo al pensamiento, violentar sus ideas, ponerlas en juego hasta que rendidas por el esfuerzo intelectual rueguen el tiro de gracia o se alcen vencedoras con un nuevo significado sobre la problemática tratada.

Más atónito nos deja la idea de que la cultura o bien corre por un carril paralelo a la vida cotidiana y es casi una parte indisoluble de todo lo que hacemos o bien es un cúmulo de cosas (saberes, instituciones, libros, obras de arte) destinados a la suprema comprensión de unos pocos. Una opción es tan laxa que resulta inútil, la otra tan estática y rígida que puedo verla resquebrajarse ante los flujos culturales que existen entre las distintas clases sociales.

La cultura no responde a nada, pero si a alguien. Lo que actualmente se ha consensuado que abarca la cultura responde a un campo de necesidades y falencias sociales, capacidades, educación y entendimiento. En lugar de intentar propagar aquellas formas más complejas de cultura los especialistas festejan la mediocridad reinante porque es reconfortante dejarse llevar por la oleada que no encuentra oposición y no recibir crítica alguna.

Por un lado, los demagogos-superados, quienes entienden que la cultura son una serie de estereotipos digeridos y masificados hasta su cosificación para ser condensado su contenido en píldoras con gusto a frutilla bajo el nombre de soma. Por otra parte, el grupo selecto de pensadores que pululan por los sectores bien de la cultura y que mediante incomprensibles comentarios apuntalan productos altamente rendidores en el mercado comercial.

Varios de los artículos que se publican en este número tienen como base alguna pregunta incómoda sobre lo que mal o bien se entiende en el uso diario por cultura. La pregunta crucial, quizá sea ¿qué contenidos expresamos cuando de nuestra boca se desprende la palabra maldita: cultura y cuáles son sus consecuencias?